miércoles, 3 de diciembre de 2008

Pintores Catalanes en México


Arcadi Artís, Daniel Argimón, Josep Bartolí, Jordi Boldó, Josep Guinovart, Alberto Gironella, Joan Miró, Joan Hernández Pijuán, Antoni Peyri, Antoni Tápies

Del 10 de octubre de 2008 al 4 de enero de 2009

Curador: Américo Sánchez






El hecho de que este conjunto de obras de 10 artistas catalanes provenga de colecciones mexicanas evidencia la estrecha relación de éstos con nuestro país durante más de cinco décadas. En el conjunto figuran Joan Miró, respaldo moral de la denominada Vanguardia Catalana y tres de sus figuras troncales (Tàpies, Guinovart y Argimón), uno de los transfiguradores (Hernández Pijoan), dos catalanes que estuvieron integrados por un tiempo al ámbito artístico mexicano (Josep Bartolí y Antonio Peyrí), un catalán naturalizado mexicano (Jordi Boldó) y uno nacido en México (Arcadi Artís) de padres catalanes. Vinculados directamente o por identificación a distancia con este movimiento originado en 1948 –con la creación de la revista Dau al Set (séptima cara del dado), por Joan Brossa, Antoni Tàpies, Modest Cuixart y Joan Ponç– todos ellos significan el rompimiento con el academismo oficial, así como el ejercicio de “una voluntad de irracionalismo similar al 'dos y dos son cinco' de Dostoievski”, como lo señaló el crítico de arte J. E Cirlot.



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Para una generación de pintores, escultores y poetas catalanes que tuvieron más contacto con París que con el resto de Espa, que fueron alentados por los ejemplos de Miró, Dalí y Picasso, entonces ya situados en el contexto internacional, y por las visitas personales y exposiciones de Duchamp, Man Ray, Chagall, De Chirico, Masson y Arp en Cataluña, la acometida del dadaísmo y el surrealismo por ellos adquiriría una personalidad distintiva al nutrirse de las vetas fantásticas de sus propias fuentes románicas y góticas manifiestas ya en la singular arquitectura modernista de Gaudí.







Asimismo, por haber vivido su adolescencia durante la Guerra Civil y padecido las precariedades de la posguerra bajo las imposiciones del franquismo, esta generación identificaría en el nihilismo de Nietzsche y en el existencialismo de Heidegger y Sartre, los sustentos filosóficos para afrontar la devastación material y moral de España en general y de Cataluña en lo particular. De allí que su asunción inicial del absurdo dadaísta y de la belleza convulsiva surrealista derivara en la propuesta de la ruina material como objeto y sujeto de la obra de arte.


Aunque se ha dicho que la vanguardia catalana había llegado por diversos caminos a los principios del arte povera y del informalismo antes de sus respectivas consolidaciones en Italia y Francia, lo cierto es que la proyección mundial de estas tendencias contribuyó en gran medida a la validación de sus constantes iniciales, es decir: el rehusamiento de la superficie del cuadro como campo de representación de la realidad física, la propuesta de materiales humildes (arena, tierra, textiles, detritus vegetales, etc.) como conformadores totales, autoexpresivos, de la obra y de sus tratamientos saturantes y sin más intención compositiva que los acentos logrados al azar por una dinámica gestual entre surrealista y expresionista. Estas constantes conformarían un vocabulario distintivo en que incisiones, esgrafiados, tajos, incrustaciones, señales y signos sobre la materia bruta se presentaban como provocaciones puramente sensoriales, dirigidas al inconciente. Para los años cincuenta, la obra de Tàpies caracterizó esta modalidad abstraccionista, llamada materismo, en que la creación plástica se asumió como una experiencia personal directa en un entorno rústico profundamente entrañado, donde la acción del tiempo sería el único absolutismo inevitable. Así, del campo inculto o cultivado, de sus productos y sus desechos, de sus aperos de labranza, y de algunos elementos constructivos rústicos, emanaron las señas de identidad de una generación de artistas y, sobre todo, la capacidad para significarlas más allá de sus particularidades para activar su potencial universal.



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A estas constantes cuyos sentidos e intensidades se diversificaron y multiplicaron tanto como las personalidades de los artistas que lo acometieron y siguen desplegando, se debe la gran riqueza de la vanguardia catalana.

La conformación accidentada de la superficie de la obra, la anulación de la profundidad de campo que llega al hermetismo, la negación de la imagen y, por tanto, de todo intento ilusionista al grado de cuestionar el concepto de representación de la realidad y del cuadro como soporte accesorio, subyacen sublimados, del mismo modo que la angustia que los motiva, en la gráfica y el dibujo, que constituyen la mayor parte de ese conjunto de obras. En estas disciplinas la densidad de la materia resuena en las manchas de color, mientras que el trazo lineal arrebatado recuerda su origen en el manejo de materiales burdos, pesados, amorfos, generando una dinámica que sugiere la imposibilidad del reposo. Incluso cuando una obra es totalmente abstracta, tiende a replicar la vibración granulosa de la tierra bruta.

Así, los azules que en la obra de Miró recuerdan la ubicación geográfica de Cataluña frente al Mediterráneo, y los amarillos refieren al sol brillante de una vida campesina idílica, las generaciones de artistas surgidos después de la Guerra Civil buscarían expresar su condición existencial mostrando el envés pardo de la tierra y el negro del posible porvenir, en busca de un horizonte que sólo el arte podría desplegar.

Luis Carlos Emerich










XXXVI Festival Internacional Cervantino

Con la colaboración de: La embajada de España en México y la Galería Pecanins

Planta baja de la Galería Jesús Gallardo

Pedro Moreno esquina Hermanos Aldama

Centro Histórico

León, Guanajuato

México.

De martes a sábado de 9:00 a 17:00 horas, domingo de 11:00 a 16:00 horas

De casa y de calle El siglo XIX mexicano en la colección de Museo Soumaya




De casa y de calle

El siglo XIX mexicano en la colección de Museo Soumaya

Héctor Palhares Meza / Curaduría e investigación



La interacción del hombre y la mujer transita de la vida pública al espacio de la intimidad. Es así que se da la unión de nuestros protagonistas; algunas veces privilegiado el uno o el otro, según la mirada y los cánones impuestos por un tiempo y espacio concretos. En opinión del investigador Gustavo Curiel: Cada uno de los actos de la vida cotidiana, tiene como base una serie de códigos culturales. Éstos funcionan de manera simultánea en el espacio abierto, público, expuesto, sujeto a premisas sociales que articulan y dan sentido de pertenencia a un grupo; asimismo tienen una lógica en el espacio hermético, privado, en el celoso refugio de lo privado.

Algunos de los aspectos de mayor relevancia en los que coexisten lo masculino y lo femenino, son los usos y costumbres de una época o forma de mentalidad. La moda, la higiene, los hábitos domésticos, las fiestas públicas y privadas, la religión, el pudor y las múltiples formas del placer, son arquetipos de la norma social que hace funcionar a la gran maquinaria del devenir cotidiano.

Los ciclos de la vida –nacimiento, matrimonio, enfermedad y muerte– también sesgan el

funcionamiento de las sociedades. Lo público y lo privado obedecen, esencialmente, al

carácter dual de dichos ciclos: el festejo general por el que acaba de nacer y la dolencia intramuros por el que se ha marchado. Del mismo modo, el hombre y la mujer se apropian del escenario según cada periodo histórico. Daniel Roche, en Historia de la vida privada, menciona los cambios en el espacio para el cortejo y la sensualidad en Occidente. La cámara fue, hasta el siglo XVII, el lugar común para el desarrollo de las actividades diarias. Se trataba de una habitación con una gran cama y cortinajes, situada junto a la sala y separada de ésta por una puerta con cerradura. La camera italiana o la chambre francesa apostaron por marcar el inicio de la vida afectiva de la pareja, tal como lo vemos en el retrato del Mercader Arnolfini y suesposa de Jan van Eyck , donde el joven matrimonio ataviado según la moda flamenca del quinientos comparte al espectador algunos símbolos del espacio cerrado: el par de suecos en el piso, el espejo convexo sobre la pared o el perro como mascota, todos símbolos de la

intimidad de los Arnolfini.


Para los siglos XVII y XVIII, los franceses incluyeron en el espacio habitado una nueva modalidad doméstica: la ruelle (callejón) o la alcôve (alcoba). Lugar lindante con el techo y separado de la puerta que daba acceso a la sala, vendría a ser el escenario del amor erótico de la época ilustrada.

Pinturas de Boucher, Chardin o Fragonard retrataron emblemáticos pasajes de la vida

cortesana donde el cuerpo femenino y, en ocasiones el masculino, incidieron en la extroversión y la sensualidad propias de la última etapa del Barroco civil.

Otros dos sitios son necesarios para comprender el vaivén entre la sensualidad públicay la privada. Se trata del studio italiano renacentista, el cual era una habitación o celda muy reducida, sin chimenea ni ventana grande, que provenía de la vida monástica. Este sitio fue un lugar de uso exclusivo del propietario de la casa, con puertas sólidas y cerrojos. Ahí se llevaban a cabo actividades contables y literarias, donde podían colocarse los libros lejos del perjuicio de las ratas y otras alimañas. Aquí se resguardaban también las cartas de amor –aún más cuando se trataba de actividades extramaritales– y los objetos de enorme valía para suposeedor. Como el studio, el cabinet –habitación pequeña con las paredes revestidas de madera– se desligaba de una vida propiamente moral al dictar sus normas a puerta cerrada, es decir, lejos de las convenciones de la sociedad. De hecho a este espacio, principalmente femenino, se le atribuían poderes eróticos de gran profundidad. Roche señala sobre este lugar

¡Cuán encantadora es esta misteriosa estancia! Todo en ella halaga y alimenta el ardor que me devora. No sé qué perfume tan delicado, más suave que la rosa, y más ligero que el iris, se exhala aquí por doquier […].

En la sociedad mexicana de los siglos XVII y XVIII también funcionaron diversos códigos culturales para la distinción entre lo público y lo privado. Como señala Curiel: Las prácticas domésticas en su mayoría estaban bajo la influencia del protocolo de la corte virreinal, puesto que era el único modelo que la aristocracia novohispana conocía para determinar su comportamiento, además de la pretensión de ser el reflejo de la vida europea. Fue así como, en el acto de emular a España y sus normas de conducta, nuestro país se articuló en función de los tópicos que aprehendíamos del Viejo Continente: el cortejo, las festividades, la alimentación, y las prácticas dentro y fuera del hogar.

Aquí se presentan las actividades cotidianas del ser masculino y femenino en el espacio

abierto y en el íntimo, para marcar la sutil diferencia, a veces casi imperceptible, entre lo público y lo privado.





MARCO HISTÓRICO Y CULTURAL DE MÉXICO EN EL SIGLO XIX

Recrear la vista y el gusto con tanto de bueno y exquisito como del reino y de

la Europa se les hace tangible y manifiesto

Fray Antonio de la Anunciación

Luego de la separación definitiva de la metrópoli española en 1821, nuestro país se vio a

merced de distintos vaivenes políticos para conformar un nuevo proyecto de nación. Alfonso Miranda Márquez señala que: […] El siglo XIX mexicano se caracterizó por continuos enfrentamientos entre liberales y conservadores que trataban de imponer dos formas antagónicas de gobierno. Los primeros le apostaban a la modernidad de la Revolución francesa y la república norteamericana; y los segundos a la tradición, es decir, una monarquía que asimilara la herencia europea y la aplicara en el territorio recién independizado. Asimismo, el conflicto con los Estados Unidos durante la guerra de 1846-1848 que redefinió nuestros linderos territoriales, y la invasión francesa que dio lugar al Segundo Imperio Mexicano (1864-1867), promovieron numerosos ajustes de índole socioeconómica y cultural. Los gobiernos de Benito Juárez y Porfirio Díaz apostaron por la modernización del país a través de importantes rubros como el educativo, el impulso a las vías de comunicación, el desarrollo industrial, el orden legal y el fin de los enfrentamientos políticos y, para la década de 1880, de un afrancesamiento en los usos y costumbres de las élites.

El siglo XIX se interesó particularmente por los espacios urbanos y el costumbrismo popular. La pintura echó mano de estos aspectos para retratar el quehacer cotidiano en relación a las fiestas, procesiones y paseos que podían dar cuenta de la idiosincrasia y tipología de los estamentos de la variopinta sociedad mexicana.

Gustavo Curiel refiere sobre esto que los espacios públicos (plazas y calles) han sido escenario de las más variadas actividades, tanto de las asociadas con la manifestación del poder como de aquéllas relacionadas con las formas de comercio y sociabilidad. Esta multiplicidad de usos y apropiaciones ha quedado plasmada en una abundante porción de cuadros, desde los siglos virreinales hasta nuestros días. En ellos, la procesión religiosa, el desfile de la autoridad civil o del caudillo triunfante y el mitin político comparten el espacio pictórico con los puestos devendimia, los rituales del galanteo y los encuentros y desencuentros entre los distintos oficios y grupos sociales. La excepcionalidad del despliegue del poder o de su antagonización multitudinaria, vinculada a fechas concretas, convive así con la trivialidad del acontecer diario.

La Plaza Mayor de México, epicentro de dichos sucesos, fue multireproducida a lo largo del período colonial e independiente. Vendedores, guardias, pordioseros, damas y gentiles hombres caminaban –en su apacible devenir cotidiano– por el amplio espacio.

Cabe mencionar que nuestra metrópoli había presenciado uno de los mestizajes más asombrosos de la América hispana. Peninsulares, criollos, mestizos, indios y castas trastocaron la antigua ciudad imperial mexica en un escenario donde se integraban diversos credos, razas y culturas. Fue así como la Plaza Mayor se revistió de un ritmo vital pulsante con el que pocas urbes del antiguo virreinato podían competir.

Ladrón de Guevara, en una interesante reflexión del año 1983, escribió: Con todo, al finalizar el Siglo de las Luces la ciudad de México tenía ya muchas zonas empedradas, algunas de sus calles habían recibido alumbrado público y poseía modernos paseos como el construido por el virrey Bucareli, avances urbanísticos que pocas ciudades del planeta poseían y que hacían de la capital del virreinato de la Nueva España, junto con su envidiable clima, un lugar muy agradable para vivir.

El tañido de las campanas de Catedral llamando a los fieles a misa, la algarabía de los comerciantes en El Parián o los aromas de los “tecuascalis” o puestos callejeros de comida nos remiten a esa peculiar dimensión en la que coexistieron los habitantes –amén de sus anhelos, gustos, tradiciones– de la muy leal y muy noble Ciudad de México. Amén de las discordias políticas que invistieron a nuestro país de inestabilidad a lo largo de

la primera mitad del siglo XIX, la riqueza material de la gran urbe le dio una proyección internacional en términos económicos y culturales. Artistas viajeros como Rugendas, Löhr, Chapman y Egerton captaron en sus óleos la diversidad y contrastes del paisaje nacional; mismo que sería idealizado por la paleta de los grandes maestros mexicanos como José María Velasco y Luis Coto y Maldonado. Los tipos populares y el costumbrismo regional ocuparon la atención de artistas como Claudio Linati, quien registró en sus litografías y acuarelas el abanico multicultural de México. Asimismo, a través de la mirada de Felipe Santiago Gutiérrez, José Agustín Arrieta o Hermenegildo Bustos accedemos al escenario de lo íntimo que celosamente resguarda la vida familiar y cotidiana. En este punto es donde cobran importancia capital el espacio público y el privado. Las grandes fiestas, procesiones o encuentros públicos en diálogo con la privacidad del hogar y del ajuar doméstico. Moda, mobiliario, artes aplicadas, pintura y escultura fueron los grandes derroteros del resguardo íntimo de toda una época.


































































XXXVI Festival Internacional Cervantino

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México.